La Academia sueca (que es como las Academias españolas pero sueca) ha concedido el premio Nobel de literatura este año a un juglar contemporáneo, concretamente a שבתאי זיסל בן אברהם (Shabtai Zisl ben Avraham), más conocido como Robert Zimmerman, más conocido como Bob Dylan.
Ha querido la casualidad que el ganador del mismo premio en 1997, otro autor al que la misma academia destacó como juglar contemporáneo, llamado Dario Fo haya muerto el mismo día a los 90 años de edad. El oficio de los juglares era hacer reír. Y llorar. Y pensar. Pero sobre todo reír y disfrutar de la fantasía, la música y las palabras. No tomarse la vida en serio no proque no lo sea sino, tal vez, porque como suele serlo demasiado, a veces es necesaria alguna clase de tregua o de la ebriedad de vino, virtud o poesía, que recomendó Baudelaire mientras abría el camino maldito de esa flor de todos los males que es la poesía moderna.
Pero dejemos por hoy esa trágica seriedad. Suele llevarse mal con los placeres y, ya que no son solamente una necesidad, si las artes no fuesen además y sobre todo un raro placer, no habrían acompañado a la humanidad desde el principio de los tiempos hasta hoy mismo. Es una buena noticia que existan, que se premien y que, precisamente por ser tan serias como el corazón de la vida, nos las podamos a veces tomar como un juego, en este caso el juego del jocularis, el gracioso, el que juega: el juglar.
Durante siglos, en una sociedad estamental fuertemente compartimentada, el artista cortesano se desempeñaba en palacio, la clerecía en el templo y el juglar jugaba y hacía jugar al pueblo llano, también llamado vulgo. Hasta el siglo XX, esos tres ámbitos o tribus sociales y culturales no se mezclan compeltamente, como no se unieron en los EE.UU. de América grupos étnicos y demás presupuestas identidades colectivas hasta las manifestaciones por los derechos civiles o contra guerras como la de Vietnam. Las tribus culturales del nuevo milenio y los profesionales de la admonición se pelearán por la justicia de un premio que, a fin de cuentas, es más un capricho sueco que una propuesta de canon cultural para la humanidad. Aquí se aprovehará la ocasión apenas para "bromear en serio" como los bufones renacentistas en la corte entre clérigos letrados.
Empecemos otra vez por el principio. En la literatura la vida se mezcla siempre con la memoria, que es el nombre que damos a esa mezcla de olvido y fantasía que dibuja el recuerdo, también llamado leyenda cuando alcanza proporciones colectivas. En el caso de Zimmerman, cuenta la leyenda -siempre repetida y nunca confirmada- que adoptó su apellido artístico del gran poeta inglés Dylan Thomas, que en este poema se rebelaba contra la oscuridad y la muerte, como ha hecho Dario Fo durante toda su vida de juglar y como ha hecho el ser humano a través del arte tantas veces.
Como todo el mundo sabe, numerosos himnos de la música popular estadounidense-global del último tercio del siglo XX fueron escritos por Dylan e interpretados por medio mundo, empezando por la enigmática canción donde, según los críticos de rock, se halla el mejor solo de guitarra de la historia. Habla de un un juglar perplejo y un ladrón que le consuela de lo absurdo que es el mundo. Podía ser una canción medieval: castillos, princesas, bufones, jinetes...
Si Zimmerman había tomado su nombre artístico de Dylan Thomas, de ese canto rodado llamado Bob tomaron su nombre los Rolling Stones tras escuchar esta triste historia, cuya traducción no es memorable pero sí de agradecer.
La influencia de Bob Dylan llega también al cine. Precisamente en 1973, mientras los acuerdos de París frenaban la masacre vietnamita, se estrenó Pat Garrett & Billy the Kid, un western existencialista y sin héroes protagonizado por dos antiguos amigos que ahora se han convertido uno en fugitivo en busca y el otro en sheriff a la captura. La película da una versión de la historia próxima a la tragedia clásica, con unos personajes complejos que tienen que decidir en más de una ocasión entre traicionarse a sí mismos y traicionar el sentido de sus vidas.
La película de Peckinpah tiene una atmósfera muy alejada de la que en 1935 ofreció J. L. Borges en un relato de su Historia universal de la infamia. Tal vez porque, como escribe en alguna página de ese libro, "había alcanzado una edad en la que el orden era para él más importante que la justicia", en la obra de Borges no aparece tanto una auténtica reflexión ética como una moral sumaria y presupuesta: ni justicia, ni dudas, ni contradicciones: solo el orden y un desorden que se parece menos a un mal metafísico que a las molestias de lo desatado que desborda.
El relato borgiano se alza como una subversión fría y precisa de la épica, toda vez que que el bandido ocupa el lugar del héroe (único protagonista entre un puñado de personajes que apenas son coro difuso y decorado cabal) pero no recibe siquiera un tratamiento literario de antihéroe. Borges no muestra en el forajido (el fora exitus, el que ha salido o ha sido expulsado fuera) algo parecido a la persona, el poliédrico avatar vital con desbordes de bondad y vesania, de dignidad y melancolía que se muestra en el film. Borges conjetura esa historia a modo de cronista, en su prodigiosa prosa de siempre pero, esta vez, sin los matices ni dilemas de otras de sus ficciones.
Tal vez porque, como escribe en alguna página de ese libro, "había alcanzado una edad
en la que el orden era para él más importante que la justicia", Borges no mereció el premio Nobel de la paz. Es cierto que nunca organizó una guerra o una masacre, lo que le habría colocado entre los favoritos, pero sí mostró por otro lado un indisimulado aprecio siquiera temporal por algunos totalitarismos, aunque en este caso no ostentasen parafernalia comunista -como si el decorado fuese lo esencial- para adornar la maquinaria de muerte y el uso antidemocrático.
No obstante, el mundo de las letras considera una verdadera infamia sueca que uno de los escritores más influyentes de los últimos cincuenta años no pudiese honrar al premio con su literatura, aunque fuese por la involuntaria razón de que no le fue otorgado. Como a Tolstoi, Kafka, Joyce y otros ilustres presuntamente damnificados por el surrealismo solemne de otra academia a la que, juglarescamente, tampoco tomaremos muy en serio.
Volviendo a Dylan y Billy the Kid, el Nobel de este 2016 firma la banda sonora y canta en aquel film con solemnidad, contención y hondura otro de sus clásicos. Llamando a las puertas del cielo se convertirá en otro de los himnos más recordados del juglar de Minnesota: tanto que ya a finales del siglo XX fue seña de identidad entre las hordas del metal del cambio de milenio. A pesar de que el heavy metal suele estropear casi todo lo que no nace heavy metal, Guns'n' roses consigue en esta versión que lo que se pierde en continencia y hondura se compense de algún modo en grito agudo y air guitar metafísico:
...Esa fría nube negra sigue descendiendo, pero Dario Fo no llamará a las puertas del cielo. Dylan tiene detractores pero Fo tenía enemigos, (es lo que tiene a veces bromear en serio) y entre ellos algunos de los que dicen tener las llaves de los cielos: impensable llamar a esa puerta y esperar al otro lado siquiera alguna muestra de caridad cristiana para un payaso incómodo. Quizá para que cualquier dios sea misericordioso algunos de sus representantes y seguidores tengan que ser implacables, porque, cuando le fue concedido el premio Nobel, los medios de la tribu cultural de la única teocracia europea lamentaron que el galardón hubiese desecendido de genios a "un bufón, un payaso".
A ningún poder, especialmente si es de fundamentación teocrática, suele gustarle la risa que no halaga, pero para Fo y para su inseparable Franca Rame, que dedicaron el dinero del premio a distintas causas sociales y humanitarias, la risa era un principio vital, y reírse de las injusticias del poder, una obligación ética y cívica. De modo que las lágrimas no son hoy bienvenidas si no son de alegría y, como siempre y una vez más, los cielos pueden esperar, porque siguiendo el tópico, la vida es un viaje, y este de hoy es el viaje de los juglares. Entre los casi siempre anónimos medievales y Dario Fo-Franca Rame no había nada, solo el paso de plomo de los siglos y el hilo de la literatura hecha vida por un antiguo oficio.
Entre Dylan Thomas y Robert Zimmerman, estuvieron las carretas de los pioneros, las cadenas de los esclavos, los cantores populares de la gran depresión y más tarde los beatniks, la contracultura norteamericana (quizá lo premiado hoy), chicos blancos sin virtud ebrios de jazz y licores deslizándose por la carretera al hilo de la vida, hecha camino hacia el oeste entre música de palabra alucinada y cruda. Uno de ellos (con toda probabilidad el olvidado P. Orlovsky) dejó escrito: "...nací para recordar una canción de amor".
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